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10 de diciembre de 2014

Diez días de oscuridad

Hoy hace diez días del accidente. Hoy se han cumplido diez días de oscuridad.

10 días de oscuridad

Parte I: El accidente

La verdad es que no recuerdo bien lo que pasó. Sé que yo conducía, que llovía mucho y que estaba comenzando a anochecer. Como no conocíamos el país —y mucho menos aquella zona—, ellas me daban conversación y me indicaban el camino; en parte, para que no me durmiera y, en parte, para evitar que nos perdiéramos. Durante horas recorrimos aquellas interminables montañas sin cruzarnos con ningún otro coche. Hasta que, en una curva, y por algún motivo que ahora ya no importa, el coche se salió de la carretera.

Cuando desperté, sentí frío y un intenso dolor en la espalda. Todo estaba oscuro y en silencio. No sabía dónde estaba ni lo que había pasado. Intenté levantarme de la cama, pero el dolor de la espalda se multiplicó por mil y eso me quitó la idea de la cabeza. Estaba claro que apenas podía moverme, así que miré hacia los lados. Todo estaba negro. Alargué el brazo derecho y comencé a palpar por el lateral de la cama buscando un interruptor. Entonces, oí su cálida voz.

—Perdona, me había quedado dormida —dijo cogiendo mi mano y devolviéndola suavemente a la cama.
—Menos mal que estás aquí —le respondí—. ¿Puedes encender la luz, por favor?

Supongo que debieron ser solo unos segundos, pero recuerdo que aquel silencio se me hizo eterno.

—¿Puedes encenderla, por favor? —insistí.
—Verás, ha pasado una cosa —dijo mientras apoyaba su otra mano sobre mi hombro—. Ayer tuvimos un accidente y tú te has llevado la peor parte, pero tienes que estar tranquilo. Te vas a poner bien.
—Pero, la luz...
—En realidad —me acarició dulcemente el brazo—, la luz ya está encendida.

No supe qué decir. Recuerdo que apreté su mano con fuerza mientras intentaba conservar la calma. Estaba ciego y casi no podía moverme. De repente, pensé en el accidente y en el coche...

—Pero, ¿y vosotras dos estáis bien? ¿Dónde está...?
—Estoy aquí —contestó desde el otro lado de la cama sin dejarme acabar la pregunta—. No te preocupes, estoy bien y estoy aquí... Nosotras vamos a estar aquí contigo lo que haga falta. Estaremos aquí hasta que te recuperes.

Entre las dos, me explicaron lo que había pasado. El accidente, por suerte, había ocurrido cerca de un refugio de montaña que tenía un teléfono operativo. Desde allí, habían llamado a emergencias y una ambulancia nos había trasladado al pequeño hospital que habíamos visto el día anterior en el pueblo, justo al lado del supermercado donde habíamos comprado las provisiones. Al parecer, el hospital estaba bastante vacío, por lo que me habían dado la mejor habitación de la planta superior. Me explicaron que era una habitación muy bonita y luminosa, aunque yo todavía no pudiera verla, y que tenía una amplia ventana desde la que se veía el río y un gran parque con muchos árboles y una pista de baloncesto en el centro.

—¿Hay alguien jugando? —pregunté.
—Sí, hay dos chicos jugando en una canasta. —Hizo una pausa y me pareció que sonreía—. Tiene bastante gracia, porque uno es mucho más alto que el otro, pero el pequeñajo le está dando una buena paliza. Ahora ha cogido un rebote y se ha ido hasta el centro del campo. Ese chaval es muy rápido. Se la pasa entre las piernas, hace un reverso, arma el brazo y... ¡Vaya triple! ¡El más alto se ha quedado quieto como una estatua! —Cerré los ojos y me giré lentamente a la izquierda buscando una posición cómoda desde la que oir su narración—. Ahora la tiene el alto. La está botando en la cabeza de la bombilla, pero le dura muy poco porque el pequeñajo mete la mano por detrás y se la roba. Se aleja otra vez hacia la línea de tres, se para, lanza en suspensión y...

Pocos segundos después, ya estaba dormido.

***

A la mañana siguiente, volví a despertarme con mucho dolor. Creo que sentía dolor y frío en todo el cuerpo salvo en la mano derecha, que ella no me había soltado en toda la noche. Con la otra mano me toqué la cara y noté que tenía los ojos vendados.

—Te han hecho una cura hace un rato y te los han tapado para que estés más cómodo —me explicó mientras me colocaba otra almohada bajo la cabeza—. Dentro de poco, te traerán un magnífico desayuno.
—¿Te he dicho alguna vez que esa cálida y preciosa voz que tienes... está entre las mejores del mundo? Siempre consigues que todo suene mucho más fácil de lo que es.

Tuve que imaginarme su sonrisa y su respuesta, ya que en ese momento la puerta se abrió y oí como alguien entraba en la habitación. Era la enfermera con el magnífico desayuno.

Ese día, después de desayunar, me tocó acostumbrarme a la oscuridad. Por suerte, las enfermeras me cuidaban muy bien y eso lo hacía todo más fácil. Siempre lo hacían en silencio porque en aquel hospital nadie hablaba nuestro idioma, pero la verdad es que cada vez que entraban en la habitación yo notaba que me trataban con mucho cariño. Poco a poco, empecé a encontrarme mejor. Además, afortunadamente para nosotros tres, la gran ventana de la habitación nos ofrecía muchas cosas interesantes de las que hablar. Todas las mañanas, nuestra comentarista deportiva favorita acercaba su silla a la pared izquierda de la habitación y nos narraba durante varias horas los partidos que veía en la pista del parque. Por las tardes, solía describirnos a la gente que paseaba junto al río. Muchas veces, eran los propios pacientes del hospital que se estaban recuperando y ya salían a pasear con sus familiares y amigos.

—Dentro de poco, ya verás como eres tú el que pasea con nosotras ahí abajo —solía decirme—. Igual hasta podemos acercarnos a la pista y hacer unos tiros...

Por las noches, después de ayudarme con la cena, volvía a colocar su silla al lado izquierdo de mi cama y, entre las dos, improvisaban algún juego para mantenerme entretenido hasta que me vencía el sueño.

Y así, pasó la primera semana de oscuridad.

Parte II: Los últimos días de oscuridad

Al octavo día, cuando me desperté, mi mano derecha estaba fría.

—¿Estáis ahí? —pregunté.
—Sí, aquí estamos. —Me pareció que su voz, cálida y preciosa como siempre, temblaba ligeramente—. ¿Cómo te encuentras?
—Superbién, gracias... ¿Ha pasado algo?
—No, todo va bien, pero tengo que explicarte algo. —Respiró profundamente—. Me han llamado de la embajada y voy a tener que ausentarme un par de días. Tengo que ir a la capital a encargarme del papeleo para que podamos volver a casa. Si te parece bien, voy a irme ahora y así aprovecho que ha dejado de llover...
—Bueno, no lo veo nada claro, pero me fío de ti —dije señalando en todas direcciones mientras intentaba disimular una media sonrisa—. Por cierto, si quieres aprovechar para comprarme algún regalito, ahora mi color favorito es el negro.
—Muy gracioso... Chistes de invidentes... Está claro que estás mucho mejor. —Oí como se abría la puerta de la habitación—. Os dejo, que ya traen el desayuno. Volveré pronto y, seguramente, con algún regalito.

La puerta de la habitación se cerró lentamente y nos quedamos unos segundos en silencio.

—¿Tú no tienes que irte, verdad? —pregunté alargando el brazo izquierdo.

Ella se levantó y me cogió la mano con fuerza.

—¡No, señor! —exclamó—. Yo me quedo aquí para ayudarte a desayunar, narrarte el partido y lo que haga falta. El de ayer fue un poco peñazo, pero tengo el presentimiento de que el encuentro de hoy será mucho mejor. Hace un rato, he visto llegar al pequeñajo del primer día con una pelota.

Tenía razón. El partido de esa mañana fue el mejor de todos. El pequeñajo les dio tal repaso a los otros chicos que nosotros dos, desde nuestra privilegiada tribuna, acabamos riendo a carcajadas. Luego, por la tarde, hubo una fiesta en el parque que se alargó hasta la madrugada. Ella me explicó todos los detalles: los jóvenes y no tan jóvenes que llegaban en coche, los que llegaban en bicicleta, los que bailaron, los que se enfadaron, los que llegaron por separado y se fueron juntos, los que bebieron demasiado y casi se caen al río...

Pensé que era muy curioso. Ella siempre se había considerado una mujer callada, pero en estos dos últimos días, la verdad es que no ha parado de hablar...

Y yo no he parado de reír.

***

Hasta que hoy, todo ha cambiado. Hoy, después de diez días de oscuridad, me he despertado repentinamente porque he creído escuchar el sonido lejano de una sirena de ambulancia. A mi lado, ella parecía que se recolocaba en su silla como si también estuviera despertando.

—Es extraño —he comentado—. Llevamos diez días en este hospital y es la primera vez que oigo una ambulancia...
—¿Cómo? ¡Una ambulancia! —ha gritado levantándose de golpe y corriendo hacia la puerta—. ¡Eso son muy buenas noticias!
—¿Buenas noticias? ¿Por qué?

Ha vuelto hacia mí y mientras comenzaba a quitarme la venda de los ojos, ha pronunciado tres palabras inolvidables.

—¡Nos han encontrado!

Epílogo: La luz

Una semana después...

Hoy hemos llegado a casa y todavía no puedo creerme lo que hicieron. Ya he recuperado la vista y las muletas me permiten caminar, pero todavía no me he recuperado del todo de lo que me han explicado en el viaje de vuelta.

Hace diecisiete días, después del accidente, ellas me sacaron del coche y consiguieron arrastrarme a un refugio abandonado en la montaña. No había teléfono. No había luz eléctrica. Solo había un oscuro sótano con una cama. Allí me colocaron, todavía inconsciente, y me curaron las heridas. Con las sábanas y mantas que llevábamos en nuestro equipaje, durante diez días, me taparon para que no tuviera frío. Con las provisiones que habíamos comprado en el supermercado del pueblo, durante diez días, me prepararon magníficos desayunos, comidas y cenas. Durante diez días, se turnaron para fingir ser enfermeras silenciosas. Durante diez días, me cogieron de la mano y estuvieron a mi lado. Durante diez días, inventaron un hospital, un parque y una ventana...

Y cuando comprobaron que ya estaba mejor, decidieron que una de las dos tenía que ir a buscar ayuda. Lo echaron a suertes, aunque no me han querido decir quién ganó. Solo sé que, después de caminar dos días sola por el bosque, llegó hasta el pueblo y regresó con una ambulancia.

Durante diez días, sus actos dijeron muchísimo más que sus palabras.

Por eso, lo único que puedo hacer hoy es escribir esta historia —que es la suya y no la mía— y dedicársela a todas las personas que saben imaginar ventanas de esperanza en sótanos sin luz.

Son las personas que dan sentido a los días de oscuridad.

Fin